Hoy vi
zapatos de mujer colgando de un cable alto. Había visto, como todos, siempre
zapatillas. De esas que se convirtieron, en todas las ciudades y en todos los
barrios, en una fuente inequívoca de mitos urbanos. Pero lo que hoy vi fue, por
primera vez, un par de zapatos de taco suspendidos en el tendido eléctrico.
El calzado,
sostengo, es una metáfora impecable. Algo que va en los pies que, sin duda, nos
fascina o, mejor dicho, nos interpela. Nos conduce por trayectos metonímicos
hacia la conexión con la tierra, la posición erguida, el trazado de caminos y
de huellas. El estado en que se presenta un zapato evoca un abanico de imágenes
variadas y tiene, todas las veces, el efecto de una metáfora violenta.
Desde que
tengo memoria me llamaron la atención las zapatillas colgadas de los cables.
Mucho antes de empezar a indagar en los diferentes rumores que buscan dar
sentido a esa expresión territorial, yo había sacado mis propias conclusiones.
Creía se trataba del trabajo de matones. Pensaba en el pobre chico que habría
tenido que volver descalzo a su casa después de que sus hostigadores le
quitaran el calzado para arrojarlo allí donde las cosas se vuelven
inalcanzables. La empatía me llevaba a pensar eso. La proximidad afectiva con
las víctimas del bullying, que en mi
infancia era una práctica tan naturalizada que el matón suburbano no faltaba en
ninguna serie o película. Los Simpsons
aún conservan el vestigio de un Nelson Rufino que solía ser mucho más oscuro de
lo que es en las temporadas actuales, totalmente lavado y reducido a una risita
burlona eterna.
Supe después,
que la interpretación más difundida, por irrisoria que parezca, se relaciona
con el imaginario narco. Las zapatillas serían una marca territorial que
indicaría, de un modo por demás impreciso, el punto geográfico en el que se
venden drogas. La ridiculez del caso va de la mano de los operativos
anti-narco, a los cuales se les estaría brindando una información crucial para
la solución del problema mediante el GPS analógico zapateril.
El calzado es
polisémico y por eso inquieta en todo contexto. Pero un zapato de mujer posee,
además, una carga ineludible de fetichismo. Los tacos, incómodos de calzar,
inútiles para bailar, inconvenientes al caminar, deforman el pie y obligan a la
pierna a adoptar una postura estilizada. Responden sin duda a un estereotipo
femenino que se ha intentado deconstruir en algunos alegatos en torno a las
luchas de género pero que, redoblando la apuesta, el discurso imperante procura
forzarlo como símbolo de la feminidad.
Es en esa
misma línea que mi imaginación se inventa el relato de una mujer que ha colgado
sus zapatos a la manera de un boxeador que cuelga sus guantes. La veo con los
pies desnudos pisando su historia futura, plena y eufórica. Una imagen de
pancarta, tan trillada como elocuente, a la que sólo le falta una playa para
resumir el colmo de las metáforas fáciles. Enarbolando su más genuina
inspiración combatiente, esta mujer hipotética ha hecho suyo el territorio por
el que paso cada día camino al trabajo.
Sin embargo,
hay algo de esa fantasía que empieza a parecerme insuficiente. Descartada de
inmediato la presunción de una nueva banda de mujeres proveedoras de estimulantes,
intento aferrarme a la utopía de una emancipación auténtica. Incluso logro
idealizar el gesto decidido con que la mujer nueva habría arrojado sus zapatos
allí donde las cosas se vuelven inalcanzables. Pero no dejo de preguntarme por
qué debería esta mujer marcar territorio. Su lucha no tiene que ver con
distritos ni latifundios, sino más bien con la disolución de todo dominio. Se
trata de desalambrar, no de conquistar el suelo.
Por eso me
inquieta el par de tacos que cuelga de aquél cable. Y aunque no esté a mi
alcance dar con el sentido de esta escena, si es que lo tiene, no puedo dejar
de ver su carácter de instalación. Es una imagen metafórica construida a partir
de desplazamientos reales, quiero decir materiales, no solo lingüísticos. Y tal
vez, lo más estupendo del caso sea que ese único par de zapatos no es otra cosa
que un dispositivo, que algo tiene de territorial, algo de estimulante y, un
poco más, de huella.