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Diario #2 - La experiencia artesanal

Mi vieja nos regaló una planta de tomates cherry. Tiene como ocho o nueve tomatitos verdes que van a madurar en el balcón y los vamos a comer. No alcanza para una ensalada, pero sí para darse cuenta de lo distinto que es el sabor de la fruta cultivada sin agroquímicos, a pura agua y sol. A lo sumo un té de ajo y jabón blanco para espantar pulgones y esas cosas. Pero claro que sabe distinto.

La industria alimenticia nos fue quitando el sabor de las cosas. Las frutas y las verduras transgénicas crecen fuera de temporada, soportan plagas y pestes, se aguantan el invierno, maduran más rápido, tienen color parejo y andá a saber qué otras cosas, pero ¿y el gusto? Hay otra particularidad que la industria le robó a los vegetales: su capacidad para reproducirse. Ojo ahí: hay algo importante para reflexionar sobre las frutas estériles. Pero no nos adelantemos. Porque este es un diario de escritura. Quiero decir, de publicación, que es lo mismo. 

Hubo en Londres un tipo que a mitad del siglo XX se puso a imprimir sus propios libros.  Su nombre era Morris Cox y a sus 50 años, después de una brevísima experiencia en el mundillo de la edición convencional, o sea, el sistema industrial, empezó a crear libros en su taller. Publicó narrativa y poesía, hacía sus propios grabados y utilizó materiales poco convencionales, descartes de la industria textil, por ejemplo, o papel artesanal japonés.

Mummer with fool's bauble.
Linograbado de Morris Cox

Eric Shcierloh, un entusiasta e investigador de la edición artesanal, es escritor, traductor y fundador de Barba de Abejas, hace una reseña del proyecto de Morris Cox llamado Gogmagog Press. Cuenta, por ejemplo, que el tipo creaba o adaptaba herramientas para sus impresiones. Una suerte de offset casera, por ejemplo, que le permitía intervenir o singularizar cada imagen antes de la impresión final. 

Se dice que Morris Cox se volcó a la edición artesanal después de su primer fracaso en la publicación industrial. Personalmente, no creo que vaya por ahí, por el fracaso, digo. Schierloh rescata de esa experiencia algo fundamental: “la continuación natural del proceso de escritura”, llevada al cuerpo, a una materialidad a escala humana. 

Una portada original
de la Gogmagog Press

Ahora, volviendo a la huerta. Una persona no se pone a hacer una huerta en el balcón después de haber fracasado en su intento por competir en la industria alimenticia. La huerta en el balcón, o en el patio, si contás con ese privilegio, no es una actividad en la que nos involucramos después de un rechazo en la verdulería. Es un acto de amor, es un acto de empatía con la tierra y, ante todo, es un acto político. Es ponerse a cultivar el propio alimento, a respetar los tiempos de la tierra, los ciclos de la siembra, las necesidades de la planta. 

En este sentido, cualquier método de publicación artesanal, cualquier búsqueda en ese territorio, puede ser entendida también como un acto de amor, de empatía con las y los lectores que entren en contacto con la textura de los materiales, o con las huellas del trabajo hecho a mano. Es también un acto político.


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