Parece un mundo (o mejor, trescientos mundos) concebidos por una burocracia siniestra de resonancias kafkianas. La arquitectura implacable me confronta con el espejo que no quiero ver: absurda la supervivencia, absurda la muerte. Queda en mí, lector prevenido (aunque muy a mi pesar), asistir a este quiebre, al giro propio del microrrelato que debe asemejarse más al tiro por la culata que al impacto preciso de un francotirador. Y digo “debe” porque así me lo exige Sternberg, en cada golpe de punto final, luego de una escueta sucesión de oraciones, provoca la mueca inevitable del accidente. Es que, en presencia de un espejo glacial, todo reflejo parece herirnos de hielo.
Nada de invasiones alienígenas, ni metáforas de la sociedad de consumo, ni alguna otra elaborada diacronía sobre la caída de la civilización. Hagamos una película donde los zombis sean zombis, sin vueltas. Guerra Mundial Z gana cuando hace convivir dos fórmulas que parecen opuestas, pero que se complementan muy bien: 1) Menos es más. (El argumento) Sacando una o dos escenas, en las que para que el relato continúe es necesario darle forma de explicación, la película no se detiene en buscarle la vuelta al asunto de los zombis, ni desde las conspiraciones, ni desde un probable génesis científico. Tampoco se narra poniendo el foco en la supervivencia, cosa que ya hemos visto en otros ejemplares del género. Simplemente se apoya en el saber colectivo acerca de estas criaturas y elabora una interminable sucesión de giros, basados en una misma estructura: el plan A no funciona. Desde esa premisa, el relato podría ser infinito. Voy a intentar explicarlo muy brevemente y sin spoilers. Ha...