Parece un mundo (o mejor, trescientos mundos) concebidos por una burocracia siniestra de resonancias kafkianas. La arquitectura implacable me confronta con el espejo que no quiero ver: absurda la supervivencia, absurda la muerte. Queda en mí, lector prevenido (aunque muy a mi pesar), asistir a este quiebre, al giro propio del microrrelato que debe asemejarse más al tiro por la culata que al impacto preciso de un francotirador. Y digo “debe” porque así me lo exige Sternberg, en cada golpe de punto final, luego de una escueta sucesión de oraciones, provoca la mueca inevitable del accidente. Es que, en presencia de un espejo glacial, todo reflejo parece herirnos de hielo.
Mi vieja nos regaló una planta de tomates cherry. Tiene como ocho o nueve tomatitos verdes que van a madurar en el balcón y los vamos a comer. No alcanza para una ensalada, pero sí para darse cuenta de lo distinto que es el sabor de la fruta cultivada sin agroquímicos, a pura agua y sol. A lo sumo un té de ajo y jabón blanco para espantar pulgones y esas cosas. Pero claro que sabe distinto. La industria alimenticia nos fue quitando el sabor de las cosas. Las frutas y las verduras transgénicas crecen fuera de temporada, soportan plagas y pestes, se aguantan el invierno, maduran más rápido, tienen color parejo y andá a saber qué otras cosas, pero ¿y el gusto? Hay otra particularidad que la industria le robó a los vegetales: su capacidad para reproducirse. Ojo ahí: hay algo importante para reflexionar sobre las frutas estériles. Pero no nos adelantemos. Porque este es un diario de escritura. Quiero decir, de publicación, que es lo mismo. Hubo en Londres un tipo que a mitad del siglo ...