Desde que decidí empezar a publicar mis textos en internet experimenté un alud de sorpresas. Esta suerte de supermadriguera que nos enchufa sistemáticamente a un caudal caótico de basura y datos rizomáticos tiene sus reductos y canalejos amigables. Uno de mis túneles preferidos es el que se abre hacia la difusión independiente. Pequeñas editoriales, revistas diminutas, bitácoras lilliputienses, espacios alternativos para hacer públicos trabajos que hasta hace no mucho tiempo parecían tener que debatirse entre la mecánica del Mercado Editorial y el Olvido Absoluto. Estos espacios alternativos surgen en medio de la cosa, no como centro ni equilibrio, no como justa medida ni como mínimo común múltiplo, sino como tangente necesaria, como rayo disparado, como fuga de gas, falla en el dique, equívoco.
Mi vieja nos regaló una planta de tomates cherry. Tiene como ocho o nueve tomatitos verdes que van a madurar en el balcón y los vamos a comer. No alcanza para una ensalada, pero sí para darse cuenta de lo distinto que es el sabor de la fruta cultivada sin agroquímicos, a pura agua y sol. A lo sumo un té de ajo y jabón blanco para espantar pulgones y esas cosas. Pero claro que sabe distinto. La industria alimenticia nos fue quitando el sabor de las cosas. Las frutas y las verduras transgénicas crecen fuera de temporada, soportan plagas y pestes, se aguantan el invierno, maduran más rápido, tienen color parejo y andá a saber qué otras cosas, pero ¿y el gusto? Hay otra particularidad que la industria le robó a los vegetales: su capacidad para reproducirse. Ojo ahí: hay algo importante para reflexionar sobre las frutas estériles. Pero no nos adelantemos. Porque este es un diario de escritura. Quiero decir, de publicación, que es lo mismo. Hubo en Londres un tipo que a mitad del siglo ...