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El Ángel Vengador

Dumas / Montecristo
Si un hombre fuera un cuerpo y una idea, expuesta su absurda sensibilidad a un mundo igualmente absurdo, y lo es; y si acaso un hombre fuera ese cuerpo y esa idea alumbrado por sueños y proyectos, amores y pasiones, y lo es; entonces ese hombre que había sido Edmundo Dantés habría muerto realmente en su celda del Castillo de If, y fue efectivamente así.
Lo que sobrevivió a Dantés no fue el propio Edmundo sino un ser superior y superado, una idea casi teologal, la idea del equilibrio místico aplicado por una mano superhumana.
Su venganza no es la de un hombre sino la de un dios. A guisa de contrapasso (¡Hosanna, Alighieri!), Montecristo va sembrando pacientemente las semillas que crecerán hasta voltear la balanza para el lado opuesto. Desde todo punto de vista, las acciones del Conde superan ampliamente la noción de vendetta. Montecristo tiene una certeza digna de un dios y, desde la catalepsia de Valentina hasta la configuración de Benedetto-Cavalcante, sin olvidar tampoco el desagravio de la hermosa griega Haydeé (hija de reyes), su plan –que es un plan divino– tiene siempre un doble efecto. Montecristo deshace no sólo su propio agravio sino también el de todos los que han sido ultrajados por los enemigos.
Será por esto que su nave, espléndida nave construida a la medida de las exigencias de un dios, lo lleva al final a ese horizonte curvo en que el mar guarda los mitos. Edmundo Dantés no vuelve a casa con Mercedes, ni se instala en Marsella ni en París, ni siquiera en su isla homónima, sino que se pierde lentamente en la vastísima extensión del océano, como se borran del plano humano las leyendas para pasar, como Orión, a ser constelación, guía de los viajeros, literatura.

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