No se puede domesticar un monstruo. La literatura y el cine alimentan
la morbosa fantasía de la Bella capturando el corazón de la Bestia,
convirtiéndolo en un príncipe desesperado. Pero el engendro, en pleno ejercicio
de su legítima defensa, no puede dejar de ser atroz. La calavera ovalada del tiranosaurio parece
mirar por los agujeros donde pudo haber ojos de gallo, pestañeando atentos a
cada movimiento de sus presas. El pico, infestado de dientes, me sonríe.
“Sé que no sos una gallina”, intento decirle para que vuelva a
sentirse monstruoso. Aunque el Estado se afane en demostrar que no hay nada que
temer, que el animal es un servidor público, un pollo manso que me saluda
arqueando la cresta roja. Su pisada
tríptica es la misma que hace sesenta y siete millones de años. Y sigue pisando
para reproducirse. En el corral o suelto en el campo, picoteando maíz con cara
de hipócrita, no deja de parecerme aberrante. Es una criatura al servicio de
todo lo que desprecio en este mundo.