Es un arcaísmo, como toda legislatura, pero se
le dice así al tercer molar. Y esto es porque la muela, como el juicio, emerge
al promediar la adolescencia. Frente al juicio flamante, al entendimiento de
estreno, las autoridades recomiendan su extracción en la mayoría de los
casos. Se quita lo que duele, lo que no
encaja, lo que viene torcido, lo que llega tarde y así nos conformamos con dos
molares por cuadrante hasta que las caries logren agenciárselos
definitivamente. Pero ahí donde el
discernimiento joven había crecido de manera oblicua, ahora hay un hueco. Y
como en todo agujero, ahí habita un fantasma. Intento chupar su ectoplasma con
la parte más incómoda de mi lengua, con la más inmóvil, con la más escasa de
papilas gustativas, sólo por la nostalgia de una sensatez perdida.
Mi vieja nos regaló una planta de tomates cherry. Tiene como ocho o nueve tomatitos verdes que van a madurar en el balcón y los vamos a comer. No alcanza para una ensalada, pero sí para darse cuenta de lo distinto que es el sabor de la fruta cultivada sin agroquímicos, a pura agua y sol. A lo sumo un té de ajo y jabón blanco para espantar pulgones y esas cosas. Pero claro que sabe distinto. La industria alimenticia nos fue quitando el sabor de las cosas. Las frutas y las verduras transgénicas crecen fuera de temporada, soportan plagas y pestes, se aguantan el invierno, maduran más rápido, tienen color parejo y andá a saber qué otras cosas, pero ¿y el gusto? Hay otra particularidad que la industria le robó a los vegetales: su capacidad para reproducirse. Ojo ahí: hay algo importante para reflexionar sobre las frutas estériles. Pero no nos adelantemos. Porque este es un diario de escritura. Quiero decir, de publicación, que es lo mismo. Hubo en Londres un tipo que a mitad del siglo XX s