Es un arcaísmo, como toda legislatura, pero se
le dice así al tercer molar. Y esto es porque la muela, como el juicio, emerge
al promediar la adolescencia. Frente al juicio flamante, al entendimiento de
estreno, las autoridades recomiendan su extracción en la mayoría de los
casos. Se quita lo que duele, lo que no
encaja, lo que viene torcido, lo que llega tarde y así nos conformamos con dos
molares por cuadrante hasta que las caries logren agenciárselos
definitivamente. Pero ahí donde el
discernimiento joven había crecido de manera oblicua, ahora hay un hueco. Y
como en todo agujero, ahí habita un fantasma. Intento chupar su ectoplasma con
la parte más incómoda de mi lengua, con la más inmóvil, con la más escasa de
papilas gustativas, sólo por la nostalgia de una sensatez perdida.
Nada de invasiones alienígenas, ni metáforas de la sociedad de consumo, ni alguna otra elaborada diacronía sobre la caída de la civilización. Hagamos una película donde los zombis sean zombis, sin vueltas. Guerra Mundial Z gana cuando hace convivir dos fórmulas que parecen opuestas, pero que se complementan muy bien: 1) Menos es más. (El argumento) Sacando una o dos escenas, en las que para que el relato continúe es necesario darle forma de explicación, la película no se detiene en buscarle la vuelta al asunto de los zombis, ni desde las conspiraciones, ni desde un probable génesis científico. Tampoco se narra poniendo el foco en la supervivencia, cosa que ya hemos visto en otros ejemplares del género. Simplemente se apoya en el saber colectivo acerca de estas criaturas y elabora una interminable sucesión de giros, basados en una misma estructura: el plan A no funciona. Desde esa premisa, el relato podría ser infinito. Voy a intentar explicarlo muy brevemente y sin spoilers. Ha...