Escena uno. El demiurgo hace una
demostración infalible. Entra a nuestra casa a montar el simulacro
de una conversación amena. Esto es entretenimiento puro. Sólo
estamos charlando mientras fingimos prestarle más atención a su
retórica que a esa gota fría que tiembla de pánico en nuestra
sien. Toda estructura moral se vuelve líquida y hacemos un esfuerzo
por mantener la compostura, seguir el hilo discursivo, conquistar la
trama. Sacamos nuestra humilde pipa de raíz de cerezo, obedeciendo a
la fantasía de que el humo de tabaco puede servirnos de máscara
ante el espanto. Pero él busca en sus bolsillos y desenfunda una pipa
exageradamente grande.
El cínico fuma, no por el placer del
sabor de la madera, sino porque el humo es su esclavo. Las formas que
dibuja en el aire ilustran su argumentación. Una muestra de
ignomancia que nos reduce a insignificantes testigos de la grandeza.
Temblamos. El miedo es un dragón de humo de tabaco. Y el artífice ha hecho de nosotros exactamente lo
que se proponía: dejarnos sin palabras.
Inglorious Basterds, Quentin Tarantino, 2009