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Coronación


Un tablero, con sus piezas en posición inicial, nunca es algo quieto. Está a la espera de un desequilibrio, ya que todas las fuerzas están en juego aunque no haya jugadores. En esa estática están implicadas todas las jugadas posibles.

De todas las limitaciones y los permisos del ajedrez (sus reglas propiamente dichas), hay una excepcional que quiebra cabalmente con la equidad de las leyes: la coronación de un peón. Este evento implica el despropósito de la resurrección de una pieza eliminada, o lo que es peor, su reduplicación. Importa un desequilibrio más inquietante, una superstición fantástica, que tiene de revolucionaria lo que los jugadores tienen de conservadores.

Lo que el peón no advierte ni advertirá nunca es que su investidura jamás será una metamorfosis, sino algo más parecido a un enroque metafísico: ya que su cuerpo glorioso, adornado de falsos laureles, será desplazado al margen del esquema para ser sustituido por el maldito zombi que vendrá a imponer su fe en el sistema nobiliario Y mientras la segunda reina o el tercer caballo ejercen la potestad del jaque, el marginado fantasea con alguna vez resucitar al compañero muerto y abolir la monarquía.     

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