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Elogio de lo prescindible

Decir ese libro ya lo leí no es menos necio que decir ya probé el café. Tomar café es una experiencia que exige cierta recurrencia, más si es un buen café. Rayuela se lee y se relee. La primera vez, obedecí al segundo libro propuesto por el escritor que no sabía pronunciar la erre, ese que empieza por el capítulo 73 y acciona la desesperante maquinaria de desarmar un texto. Si bien, sospeché desde el principio que esa era la forma en que el autor quería que yo leyera su novela, hubo al menos una segunda vez en que volví sobre estas páginas para dedicarme exclusivamente a los Capítulos Prescindibles. Éstos son los que tenían el sabor del café y el tabaco al que se quiere volver noche tras noche.
Mi ejemplar tiene páginas dobladas, marcas en lápiz y en birome, tachones respetuosos sin fecha que dan cuenta de numerosas y erráticas reaperturas. El capítulo 66 está marcado dos veces. No contento con el primer subrayado en lápiz, me obligué a poner un gran corchete de bic azul dentro del cual sigo releyendo esta exacta apología:
La página contiene una sola frase: «En el fondo sabía que no se puede ir más allá porque no lo hay.» La frase se repite a lo largo de toda la página, dando la impresión de un muro, de un impedimento. No hay puntos ni comas ni márgenes. De hecho un muro de palabras ilustrando el sentido de la frase, el choque contra una barrera detrás de la cual no hay nada. Pero hacia abajo y a la derecha, en una de las frases falta la palabra lo. Un ojo sensible descubre el hueco entre los ladrillos, la luz que pasa.

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