Los nudillos apoyados sobre la mesada, la boca torcida en una mueca de desprecio, los hombros que le cubren las orejas, y el rayo que se vierte en ángulo desde un sol imaginario hasta una luna psicodélica acurrucada en la espuma de la esponja. Acaba de caerse un vaso de vidrio y no me va a quedar otra que meter la mano en el agua enjabonada para cortarme las yemas con una de las astillas.
En un segundo, no bien termino de nacer ya estoy contrayendo alguna infección que borrará de la memoria de mis parientes los hechos más irrelevantes de mi vida. Se imprimen en mi córnea catálogos de actividades que no habré concluido, que nunca empezaré, que no quise contar. Me siento estrangular por un temor a desaparecer, bajo la irrefrenable guillotina de la memoria selectiva de mis parientes. Que sólo se acordarán de obras importantes. Quedará de mí el oscuro mito que inventé para hacerme olvidar. En verdad, seré lo oscuro y un pensamiento que se apaga. Se olvidarán de la tos, del colectivo, del desayuno solitario, de los enjambres de cables, de los libros inconclusos, del olor en mi memoria, del olivo y la retama, de tu ombligo, del colchón de abajo, del auto que choqué, del rastrojero, del árbol de la escuela, del congreso, de atrás del galponcito, y del día en que salté más lejos que todos y nadie me vio.
Me pareció rozar con el blanco del ojo, una luz parecida al reflejo de un vidrio bajo el agua. Una vez trepé al puente La Noria y sentí que era el dueño del mundo.
Quedará sin cántaro la lluvia, quedará mi pie sobre la arena. Y no quedaré.