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Mostrando entradas de octubre, 2011

Cadillacs y dinosaurios

En un rincón de su Cadillac, Max Cady lee alguna novela de John MacDonald. De pronto, mirando una página en blanco, se peina, se saca un pedazo de lechuga del colmillo y se decide. El humo de su habano va cobrando la forma de una cabeza con cuatro ojos. Y mientras tiene lugar esta metamorfosis, los párrafos siguientes del libro languidecen hasta palidecer por completo. Las páginas que siguen ya son blancas o siempre lo fueron. Y un reflejo de mueca cínica sobrepuebla las hojas. El humo se hizo calavera y Cady ya dejó de ser libre. Cape Fear, Martin Scorsese, 1991 

Nescafé

Tenía la obsesión de que el café instantáneo le quedara bien espumoso y la implacable convicción de que un hombre sin obsesiones no sabe lo que es el amor. Por eso, cada vez que sentía olor a café pensaba en ella y en las ganas de espumarla que tenía. Tanto se obstinó después en tratar de olvidarla, que desde entonces sólo toma té con limón o más bien una limonadita tibia oscurecida con gotitas de té. A veces lo sigue inquietando el sabor amargo de las semillas en el fondo de la taza.

El verano del cohete

Tanto la crónica como el diario o la bitácora son tipos discursivos que solicitan un paratexto en común: la fecha. Este elemento, que finge con mejor imprecisión la ubicación temporal de los sucesos narrados, es al mismo tiempo una señal de irrealidad. Como el insecto que se camufla para darse a conocer, la fecha es verosimilitud. Y no hay nada más inverosímil que la similitud. Crónicas Marcianas se divide en capítulos y fechas, arrojadas con una vaguedad aparente pero que no se despegan de lo que en su siglo fue sinónimo de bisagra y de futuro, el año 2000. Aporta al texto lo que las conjugaciones verbales no le pueden dar: un entorno de misticismo en el que se pueda jugar con la ironía, un territorio temporal (que es atemporal) para desertar de la anticipación científica y la sensatez utópica. Hoy tenemos 2012 en nuestras narices.

Has bailado con el diablo a la luz de la luna

En la ciudad de las gárgolas y las cúpulas hay una marginalidad exquisita. Es la de los bellamente desquiciados, criaturas oblicuas que se definen por un puñado de rasgos en común, a saber, doble identidad, alguna máscara, un resentimiento eterno y la necesidad compulsiva de hacer algo con esa otra mayoría de la población: la que se reduplica a sí misma cada día, gente decolorada y de fondo, personajes apenas bocetados cuyas muecas nunca están del todo trazadas, salvo para el encuentro con los esquizos góticos. La Ley es el límite infranqueable que divide una sociedad en las proporciones de un iceberg: ocho novenas partes hundidas en lo indefinido y una fracción que, a flote, se enfrenta a sí misma para saberse existente, competitiva y autosuficiente. Batman, Tim Burton, 1989