Mi experiencia en la supuesta carrera literaria




Durante los últimos 20 años incursioné en una variada muestra de horizontes posibles respecto de lo que iba suponiendo que tenía que ser mi carrera como escritor. De este recorrido, que siempre hice en plan borrador, casi desde un amateurismo militante, pude llegar a algunas conclusiones, en principio, acerca de lo que no quiero hacer y de lo que no quiero que pase con mis textos.
Esta práctica me llevó varias veces a cuestionarme o, mejor dicho, a reflexionar acerca de cuáles son los dispositivos de publicación y circulación de textos, cuáles los mecanismos de legitimación de autorxs, qué rol ocupan las editoriales, los padrinazgos y madrinazgos, las tutorías literarias y los concursos. 
Mis primeros pasos, allá entre 2006 y 2009, tuvieron que ver con los blogs. Estos espacios de auto-publicación que en la primera década del nuevo siglo conocieron su apogeo y su decadencia. Para ese entonces ya había empezado y abandonado una carrera terciaria, ya había participado en la revista estudiantil del Profesorado, ya había escrito poemas imitando a Quevedo y a Petrarca, ya había escrito poemarios imitando las rupturas vanguardistas que atrasaban 80 años, ya había escrito canciones que se parecían a las de Silvio y Pablo y Santiago, ya había pasado por la penosa experiencia de escribir un ensayo académico y exponerlo ante un auditorio de casi 200 personas, ya había asistido a talleres literarios y había escrito el borrador de una primera novela que, por suerte, nunca vio la luz. Había algo en esa escritura que se proponía causar buena impresión en mis maestrxs. "Voy a escribir así como creo que le gusta a esa persona que admiro". Y así me fue: en primer lugar, esa persona que admiraba nunca leyó mis textos, y quienes los leyeron no entendieron ni uno de los guiños, básicamente porque no estaban dirigidos a ellxs.
Hacia fines de 2009 me encontré leyendo muchos blogs. Leía, de hecho, más blogs que libros. Viendo cómo otrxs autorxs que también se auto-publicaban iban haciendo su propio camino hacia una suerte de mainstream digital. Empecé a darle forma a mi blog Bastardillas, en el que publicaba microrrelatos y microensayos. El blog creció bastante en poco tiempo y me vinculé con otrxs autorxs que estaban en la misma. Facebook colaboró en la difusión y conexión, pero principalmente lo que más hizo crecer al blog en los primeros tiempos fue el feedback que se generaba entre lectorxs y autorxs de blogs. La cajita de comentarios y la cajita de seguidorxs daba muy buenos resultados.
A partir de esos nuevos contactos, surgió la posibilidad de publicar algunos textos en revistas digitales que reunían autorxs hispanohablantes. Recuerdo con mucho cariño esas primeras publicaciones dirigidas a un pequeño grupo de lectorxs que podían acercarse a mis textos desde Mendoza, Entre Ríos, Córdoba y Chubut, o incluso desde México, España, Colombia, Cuba, Chile y Uruguay. Una humilde sensación de internacionalismo empezaba a crecer, a partir de sitios como La comunidad inconfesable o La internacional microcuentista. Fue también ese tipo de vínculos el que dio lugar a mi primera publicación en papel, en un proyecto autogestivo e independiente llamado Escrituras Indie, que tenía vida gracias a un grupo de entusiastas que le puso el cuerpo al acto de publicar autorxs emergentes de todo el país y vender plaquetas artesanales en ferias independientes.  
Entre 2011 y 2012 participé de al menos 50 concursos de relato, de editoriales grandes y pequeñas. Había algo prometedor ahí: la farsa del salto. El plan parecía ser ganar un concurso y, con eso, el reconocimiento del mercado editorial. La ingenuidad ante todo. En definitiva era lo que otrxs escritorxs se colgaban del cuello como pergaminos y medallas. Es, de hecho, todavía, lo que se escribe en las biografías de autorxs emergentes: "ganó un par de concursos, publicó en un par de antologías". Cosas como esas, que me hacían sentir parte de un mundillo y que yo incluí, no sin cierta vergüenza, en las biografías que me pedían para las publicaciones digitales.
También por aquellos años me vinculé con otro espacio que recuerdo con simpatía. Se celebraban mensualmente (creo que hasta ahora se siguen haciendo) las tertulias de ciencia ficción y fantasía. En un bar del centro porteño, se reunían autorxs, ilustradorxs y cultorxs del género. Conocí allí personas muy interesantes y entre las que había un vínculo que iba más allá del gusto por la lectura y la escritura. Fue en ese espacio donde tuve la suerte de conocer autorxs a quienes aún hoy admiro y sigo atentamente su obra y su reflexión acerca del género. Y me dio la posibilidad de publicar dos relatos en la Revista Próxima, que se imprimía en papel y que involucraba tanto a artistas consagrados como a emergentes, con un trabajo muy cuidado y respetuoso de los derechos intelectuales de las obras. 
Este asunto, la reflexión sobre la propiedad intelectual, implica un párrafo aparte. En la mayoría de las bases de los concursos de los que participé había un inciso en el que se le concedían los derechos de edición de la obra a la editorial convocante. Dicho de otro modo, significa que, en el caso de ganar u obtener alguna mención, la obra pasaba a ser propiedad de la editorial. Si bien la editorial podía reconocer la autoría, lxs autorxs perdían su derecho a publicar esa obra en cualquier otro formato. Con esto, las editoriales se garantizan que el acceso a determinadas obras esté siempre mediatizado.
La peor experiencia que tuve en ese sentido fue la del concurso Planeta Digital, en el que mi cuento Cuánto habrá de vos en primavera consiguió una mención y formó parte de la antología Alte Killer y otros cuentos, publicada en 2012 por Editorial Planeta. El premio, además de la publicación, eran 500 pesos argentinos, que la editorial abonaba con un cheque. Para retirar el cheque había que firmar un contrato en el que se le concedía a la editorial la exclusividad sobre los derechos de edición de la obra durante 7 años y, de no mediar carta documento, esta cesión se extendía eternamente. Esto significaba que yo no podía disponer de ese cuento, ni en mi blog, ni en ninguna antología propia, digital o física, sin permiso de la editorial.
Conocí entonces de qué manera las editoriales se aseguran la propiedad sobre la edición de una obra y se convierten en intermediarias exclusivas entre autorxs y lectorxs. Esta práctica involucra, sin duda, a las grandes editoriales, pero hay muchas editoriales independientes que asumen los mismos modelos de contrato. Mi cuento pudo ser leído solamente por aquellas personas que tuvieron acceso al objeto libro, que se distribuyó de manera desigual e inconsistente en librerías. Un libro que, además, tenía un diseño de tapa horrible, que parecía un manual de inglés para escuela media, y que no pasó por el control de una prueba de galera: de hecho, mi cuento tenía un epígrafe que en la maquetación quedó pegado al cuerpo del texto y no se diferenciaba una cosa de la otra. Cuando me presenté en la editorial para hacer el reclamo, la respuesta fue "ya se imprimieron así".
Durante 2013, y por unos pocos meses, me involucré en otro pequeño escenario de difusión, que fue la escritura de reseñas literarias. Primero con un par de editoriales independientes y autogestivas, de Buenos Aires y La Plata, y luego en el suplemento cultural del Diario Jornada, que se imprimía para la Patagonia argentina. Fue en ese espacio donde, por primera vez, alguien me pagaba por escribir. Por cada reseña me depositaban 100 pesos, y yo tenía la libertad de elegir qué libros reseñar, con la única salvedad de que debían ser novedades editoriales. Gracias a esto me vinculé otra vez con autorxs emergentes de editoriales pequeñas y con otrxs que ya estaban cosechando el fruto de editoriales más importantes.  Por suerte, en ese entonces yo trabajaba de otra cosa, y nunca se me habría ocurrido dejar la oficina para trabajar como escritor. Pero entendí cómo sería eso de trabajar de escritor. Las personas que publican columnas en diarios y revistas y reciben una remuneración, ya sea freelancer o por convenio, son los verdaderos trabajadores de la literatura. Esxs escritorxs que cobran por producir contenido para un medio de comunicación. 
Creía yo, en esa época, que la manera de hacerse conocido tenía que ver con la participación en distintos medios gráficos y que era posible hacer carrera en ese terreno. Nunca tuve la paciencia ni la predisposición para hacerlo de manera profesional. Conocí en el camino gente que sí lo hizo y que tuvo sus beneficios, aunque no estoy seguro de cuánto cariño le tengan a sus producciones. En definitiva, un asalariado es un asalariado y la fuerza de trabajo siempre está a disposición de alguien más poderoso que recoge las ganancias y derrama lo que le sobra para sostener su lugar de poder.
Hasta 2015 seguí vinculándome con lxs escritorxs de ciencia ficción y fantasía, un género particularmente endogámico, quizás por su injusta estampa de género menor, impuesta de alguna manera por caprichos del mercado editorial. Y si digo endogámico no pretendo ser peyorativo. Simplemente es algo con lo que me encontré recorriendo aquellos espacios en los que lxs escritorxs nos leíamos unxs a otrxs hasta agotar, con suerte, pequeñas tiradas de libros. Producto de aquellos encuentros fue la edición de la antología Buenos Aires Próxima, de ediciones Ayarmanot que tuvo su presentación formal en la 40a Feria Internacional del Libro. Y en la que mi cuento La máquina del doctor Landart tuvo lugar junto a lxs de autorxs que sigo admirando mucho.
La Feria del Libro es un distrito siniestro. Un laberinto de estanterías y muestrarios diversos en los que las editoriales grandes compiten por atraer clientes. Se presenta como uno de los eventos culturales más importantes y las editoriales pequeñas se muestran muy orgullosas de conseguir un lugar donde montar su humilde stand. En un rincón de ese monstruoso dispositivo de invisibilización literaria existe un espacio llamado Zona Futuro, dedicado a las editoriales emergentes. Por lo general está, literalmente, al lado de la puerta de atrás del enorme predio de la Rural. Y allí vamos, penitentes, a intentar colarnos en los rincones que el Mercado nos reserva.
Ahora bien, existe otra plataforma de lanzamiento para escritorxs novatxs, que consiste en vincularse con ciertos personajes medianamente aceptados por el Mercado. O al menos eso pensaba yo, cuando me encontré con escritorxs que dictaban talleres literarios privados. Abonando un no tan modesto honorario (que dicho sea de paso, supera en proporción lo que puede ganar unx docente), se accede a estos talleres que, en efecto, funcionan como pre-selección de padrinazgo o madrinazgo literario. Cabe aclarar que la experiencia de los tres talleres en los que participé fue, desde el punto de vista formativo, muy gratificante, aunque no tanto por la opinión de quienes los dictaban sino por el intercambio con lxs compañerxs de taller. Aprendí muchísimo en esos espacios, gracias a la lectura atenta y francamente interesada, de otrxs escritorxs que estaban en la misma sintonía que yo. Sin embargo, el paso por esa experiencia me dejó una sensación amarga. ¿Es que realmente de allí surgían los nuevos talentos? Escritorxs que han conseguido los primeros premios en algunos de los concursos más prestigiosos del país habían formado un vínculo con lxs talleristas que, por una enorme casualidad (vamos a llamarle así) también se vinculaban con lxs juradxs de los mismos concursos. 
Es, como dije, una plataforma de lanzamiento, tan genuina como cualquier otra forma de incorporarse a un Mercado, que es, en definitiva, lo que parece más importante en la carrera literaria. La cosa está en seguir una especie de axioma que te involucre en el algoritmo. 
Ahora ¿era eso lo que yo quería? Hablar (o para el caso, escribir) después de haber abandonado definitivamente ese camino no me parece justo. Allá ellxs y sus propios recorridos. Por mi parte, y haciendo caso a la bella costumbre de cerrar puertas a mis espaldas, volví a retomar la carrera docente, a terminar el profesorado y a meterme en las aulas para hacer lo que me gusta, que es hablar de literatura.
En 2017 me decidí a incursionar en el mundo de la edición artesanal. Junto a mi amigo de la vida, con quien había compartido varios proyectos musicales casi veinte años atrás, empezamos a pensar un modo de hacer objetos con literatura. Surgió así la idea de meter poemas en tarjetas y hacer cajitas contenedoras de esas tarjetas. Inmediatamente se incorporó la fotografía, el diseño, el collage y la pintura al proyecto que tuvo el nombre de En otro orden de cosas. Era algo concebido para el under, para presentarlo en teatros barriales, para distribuirlo en ferias independientes, para pensar cada paso, cada centímetro del espacio y cada decisión editorial como un acto. Un acto que es siempre un manifiesto, un modo de hacer con el decir y de decir con el hacer. El proyecto se mantuvo, con algunos tropiezos durante dos años y medio, y fue algo hermoso. Desde la elección de lxs artistas hasta la puesta en escena de las presentaciones, cada paso que dimos fue meditado, discutido y llevado a cabo como expresión artística. Pero el desgaste que implica cualquier proyecto sin fines de lucro fue horadando las ganas y algún que otro choque con otros colectivos terminó de agotar la energía de la que disponíamos. Porque eso también es parte del under. Lo heterogéneo es indiscutiblemente heterogéneo y tiene sus consecuencias. De todos modos, considero que ese proyecto editorial no se agotó del todo. Es posible que haya entrado en una especie de hibernación o, mejor todavía, de metemorfosis. Veremos qué nos depara el futuro.
En 2019 hice mi primera y última edición dentro de lo que podríamos llamar el mercado editorial tradicional. De la mano de una editorial, también independiente y también autogestiva, pero que sigue observando los parámetros del Mercado. El trabajo de Editorial Niña Pez fue impecable, a pesar de mis propios caprichos, que hubieran sido más fáciles de explicar, de haber hecho esta reflexión antes de tirarme a la pileta. El producto, una bella edición en papel que tiene por título Sinestesia local y que, gracias a la plasticidad de la editora, hoy puede descargarse gratuitamente en mi blog.
Creo que la literatura puede independizarse del mercado editorial. No necesariamente los libros, claro, que con un trabajo dedicado y profesional pueden (y deberían) convertirse en objetos artísticos más que en productos industriales y para eso es importantísima la labor de editorxs, correctorxs, diseñadorxs, maquetadorxs, ilustradorxs, imprenterxs y librerxs. Pero las editoriales parecen tenerle miedo a la circulación de textos en otros formatos y actúan legalmente contra eso. 
Apuesto por una concepción del texto a disposición de lxs lectorxs, de acceso libre, gratuito y permanente y por el libro como objeto artístico, no industrial, accesible y duradero, cuya producción no obedezca a la división capitalista del trabajo, que descompone la relación entre la obra, su materialización y su difusión.
Para seguir reflexionando acerca del vínculo entre autorxs y lectorxs, recomiendo encarecidamente escuchar esta entrevista de Maximiliano Diomedi a Eric Schierloh en el programa Patologías culturales. Creo que por ahí va la mano. Ante un Mercado que está en franca decadencia, lo artesanal se presenta más que como alternativa posible, como futuro ideal.





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