Zapatos de mujer suspendidos











Hoy vi zapatos de mujer colgando de un cable alto. Había visto, como todos, siempre zapatillas. De esas que se convirtieron, en todas las ciudades y en todos los barrios, en una fuente inequívoca de mitos urbanos. Pero lo que hoy vi fue, por primera vez, un par de zapatos de taco suspendidos en el tendido eléctrico.

El calzado, sostengo, es una metáfora impecable. Algo que va en los pies que, sin duda, nos fascina o, mejor dicho, nos interpela. Nos conduce por trayectos metonímicos hacia la conexión con la tierra, la posición erguida, el trazado de caminos y de huellas. El estado en que se presenta un zapato evoca un abanico de imágenes variadas y tiene, todas las veces, el efecto de una metáfora violenta.

Desde que tengo memoria me llamaron la atención las zapatillas colgadas de los cables. Mucho antes de empezar a indagar en los diferentes rumores que buscan dar sentido a esa expresión territorial, yo había sacado mis propias conclusiones. Creía se trataba del trabajo de matones. Pensaba en el pobre chico que habría tenido que volver descalzo a su casa después de que sus hostigadores le quitaran el calzado para arrojarlo allí donde las cosas se vuelven inalcanzables. La empatía me llevaba a pensar eso. La proximidad afectiva con las víctimas del bullying, que en mi infancia era una práctica tan naturalizada que el matón suburbano no faltaba en ninguna serie o película. Los Simpsons aún conservan el vestigio de un Nelson Rufino que solía ser mucho más oscuro de lo que es en las temporadas actuales, totalmente lavado y reducido a una risita burlona eterna.

Supe después, que la interpretación más difundida, por irrisoria que parezca, se relaciona con el imaginario narco. Las zapatillas serían una marca territorial que indicaría, de un modo por demás impreciso, el punto geográfico en el que se venden drogas. La ridiculez del caso va de la mano de los operativos anti-narco, a los cuales se les estaría brindando una información crucial para la solución del problema mediante el GPS analógico zapateril.

 ¿Por qué me sorprende ver, esta vez, un par de tacos de mujer? Mi mente, incapaz de dejar cualquier cosa librada a la casualidad, busca y rebusca entre posibilidades que se multiplican como fractales. Es que hay algo en el calzado, que va más allá del mito urbano. En el refranero, puede presentarse como imagen metonímica de la experiencia, como en “estar en sus zapatos” o “morir con las botas puestas”. En otros casos insinúa cierta capacidad de autoconocimiento como en “cada quien sabe dónde le aprieta el zapato” o la absoluta incomodidad de llevar “una piedra en el zapato”. Pero también indica un sentido de apropiación cuando se dice que alguien “ha encontrado la horma de su zapato”. En Majdanek, Polonia, hay un galpón lleno de zapatos que pertenecieron a víctimas de los campos de exterminio. La imagen impactante de una montaña de cuero gastado puede ser más terrible que la de una montaña de huesos. Hace unos ciento treinta años, Van Gogh pintó un par de botas que desató la verborragia de filósofos como Heidegger y Derrida. El cuero trajinado, la ausencia de pies, la indeterminación del número par, el barro, la huella del trabajo inhóspito y rural. La metáfora sigue viva. Hace más de cuatrocientos años, Lazarillo de Tormes hablaba de zapatos en sentido figurado. Romper zapatos aludía a una iniciación sexual de carácter violento o, incluso, pederasta.

El calzado es polisémico y por eso inquieta en todo contexto. Pero un zapato de mujer posee, además, una carga ineludible de fetichismo. Los tacos, incómodos de calzar, inútiles para bailar, inconvenientes al caminar, deforman el pie y obligan a la pierna a adoptar una postura estilizada. Responden sin duda a un estereotipo femenino que se ha intentado deconstruir en algunos alegatos en torno a las luchas de género pero que, redoblando la apuesta, el discurso imperante procura forzarlo como símbolo de la feminidad.

Es en esa misma línea que mi imaginación se inventa el relato de una mujer que ha colgado sus zapatos a la manera de un boxeador que cuelga sus guantes. La veo con los pies desnudos pisando su historia futura, plena y eufórica. Una imagen de pancarta, tan trillada como elocuente, a la que sólo le falta una playa para resumir el colmo de las metáforas fáciles. Enarbolando su más genuina inspiración combatiente, esta mujer hipotética ha hecho suyo el territorio por el que paso cada día camino al trabajo.

Sin embargo, hay algo de esa fantasía que empieza a parecerme insuficiente. Descartada de inmediato la presunción de una nueva banda de mujeres proveedoras de estimulantes, intento aferrarme a la utopía de una emancipación auténtica. Incluso logro idealizar el gesto decidido con que la mujer nueva habría arrojado sus zapatos allí donde las cosas se vuelven inalcanzables. Pero no dejo de preguntarme por qué debería esta mujer marcar territorio. Su lucha no tiene que ver con distritos ni latifundios, sino más bien con la disolución de todo dominio. Se trata de desalambrar, no de conquistar el suelo.

Por eso me inquieta el par de tacos que cuelga de aquél cable. Y aunque no esté a mi alcance dar con el sentido de esta escena, si es que lo tiene, no puedo dejar de ver su carácter de instalación. Es una imagen metafórica construida a partir de desplazamientos reales, quiero decir materiales, no solo lingüísticos. Y tal vez, lo más estupendo del caso sea que ese único par de zapatos no es otra cosa que un dispositivo, que algo tiene de territorial, algo de estimulante y, un poco más, de huella.

 

Publicada en Revista Colofón

Agosto 2017

https://revistacolofon.com.ar/suspendidos/


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