El legado de Gabriel Rondau (2)

A Pablo Schipani

Se llamaba Constantino Echeveste, de profesión inventor. Su último artefacto patentado (aunque artefacto es un término inadecuado) era una especie de casquito de alambre con broches sobre las orejas especialmente adecuados para sostener una gran cantidad de papeles (media resma de cada lado, por poner un ejemplo). El inventor profesional, quiero decir el que se dedica a inventar, no es en esta época una persona tan prestigiosa como pudo serlo en el siglo XIX. Puede decirse que hoy se patentan más ideas geniales que automóviles, o incluso salen más nuevos inventos que blogs. Y por supuesto que ya nadie revisa con seriedad los argumentos o los mecanismos de un invento, ni siquiera sus proyecciones prácticas. Se patenta el nombre de una idea, mientras que su contenido y funcionalidades quedan para siempre olvidadas en un sobre lacrado y en la mente hipocondríaca de su creador. 

La policía encontró restos de papel y masa encefálica en los azulejos del baño. Los 11.7 gramos de plomo incrustados en un agujerito del reboque también contenían fragmentos de los mismos materiales. El cuerpo del inventor había caído tieso de espaldas y su nuca había roto el bidet en dos. Causa de la muerte: golpe en la nuca (o algo así escribió el perito en su libreta, porque el tiro había entrado por una oreja y salido por la otra, atravesando el laberinto de su cerebro sin vulnerar ninguna de sus funciones vitales). Sobre la cabeza del inventor, el casquito de alambre con broches. De cada lado (sobre sus orejas) los broches sostenían unas 400 hojas: las patentes de todos sus inventos. Hasta ese extremo había sido fructífera su neurona, en un rapto de creatividad, fraguó su suicidio como un invento más. Había planos sobre el escritorio que describían y argumentaban la escena. Y una docena de libros que evaluaban sus proyecciones prácticas. Sobre su propia frente, escrito al revés para leerse con un espejo, se había tatuado "Lo entendí todo". Aunque lo que el perito José Luis Borgo sospechaba (y lo anotó aparte) era que no había entendido nada.

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